No hay duda que las historias de vampiros, muy de moda, lo tienen todo para triunfar. Conjugan voluptuosidad, seducción, deseo liberado, violaciones y vuelta al canibalismo simbólico, con grandes momentos de castidad, pureza, puerilidad y hasta sonoros arrepentimientos “en el último instante” para que el círculo se cierre virtuosamente.
Mezclan, de manera un tanto teatral, elementos propios de un paganismo carnavalero con grandes dosis redundantes de iconografía cristiana. Logran en ocasiones rebasar el marco de un maniqueísmo simplón, consistente en presentar la lucha entre los extremos abstractos y absolutos de El Bien y El Mal. Aun cuando, creemos, lo más común es que no lo consigan, limitándose a colocar tal combate entre opuestos radicalmente heterogéneos en el propio interior del protagonista.
Nuestra visión de los vampiros se ha ido modificando, o ampliando, con el tiempo. En ese sentido los vampiros son como los santos de nuestra época. También ellos podrían componer un calendario vampírico, con Drácula, Nosferatu, Brácula, cronistas vampíricos, crepusculares, amigos de Blade, Condemor y otros tantos, a cada cual más sorprendente, como había santos que eran vegetarianos, guerreros, ecologistas avant la lettre o anacoretas.
De entre toda la farándula vampírica, los más sofisticados son los vampiros energéticos. Aunque en este caso el término vampiro se usa de forma metafórica ¿pero acaso los vampiros de dientes largos no son también una metáfora?. Con el vampirismo energético saltamos, además, de los lindes del misterio a un terreno más propiamente paranormal.
Los vampiros energéticos atacan desde el plano astral. Muchos lo serían sin querer, chupadores espontáneos de la energía ajena. Esta clase de vampirismo se basa en la existencia del aura personal, ya sabéis, esa especie de corona o halo que envuelve nuestro cuerpo físico y que no resulta visible excepto para algunos médiums.
La creencia en los vampiros energéticos parece aportar pruebas sensatas: ¿quién no ha sentido alguna vez cómo su energía vital disminuía ante la presencia de ciertas personas? ¿quién de repente no ha sentido colapsarse sus capacidades de actuación, su mayor o menor fuerza interior, al tratar con algunos hombres y mujeres con los que no tiene litigios pendientes? En definitiva ¿a quién no se le ha evaporado todo asomo de voluntad en determinadas ocasiones en las que estaba acompañado?
Sin embargo, para responder a tales preguntas la teoría del vampirismo energético suena rimbombante. Es cierto que hay temperamentos que nos vuelven pusilánimes, que sacan lo peor de nosotros, que nos empujan al nihilismo. Como hay personajes que, conscientemente, sólo prosperan a costa de los demás, sólo hallan la felicidad en virtud de disgregar las fuerzas ajenas y de envilecernos.
Esto es terrible, pero real. Y no sólo son personas, también escenarios, paisajes, costumbres y hábitos que nos anulan. Pero, amigos, no otra cosa decía la sublime filosofía de mi antepasado Spinoza. O, con otras palabras, los atomistas griegos. Los cuerpos que componen el universo chocan, se solapan, se destruyen…pero también se potencian.
Y si acaso podemos tachar de vampiros energéticos a quienes nos reducen a sombras, a quienes nos sorben la voluntad, a quienes nos oprimen ¿cómo llamaremos, por el contrario, a esa personas cuyo contacto nos pone en ebullición, nos desata, nos libera, suma de fuerzas en la que las voluntades no se niegan sino que se multiplican? Hijos de dios, tal vez, aunque habría que acabar de una vez con los restos de todo lenguaje teológico…
(FUENTE: SOBRE LEYENDAS)
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