EL
SÍMBOLO DE ESTADOS UNIDOS
El héroe alado presente en el dinero o en el escudo de la
CIA, se ha convertido en una macabra pesadilla hitchcockniana para los
habitantes de un pueblo de Alaska.
DUTCH HARBOR es un pueblo situado a orillas del mar de
Bering, en una pequeña isla del archipiélago de las Aleutianas, en Alaska, a
1.900 kilómetros de Anchorage. Es el puerto pesquero más productivo de Estados
Unidos. Cada invierno, pasa de tener una población diminuta a acoger a miles de
personas que van a trabajar en las plantas procesadoras de pescado, las
embarcaciones cangrejeras o los grandes barcos arrastreros dedicados a la pesca
del bacalao y el abadejo. Pero esos no son los únicos que prueban suerte en el
pueblo.
La gente local las llama “las palomas de Dutch Harbor”.
Los demás las llamamos águilas calvas. Junto a esta comunidad de poco más de
4.700 residentes permanentes viven entre 500 y 800 águilas. Observan con mirada
crítica desde los postes de la luz, miran fijamente a través de las ventanas de
las casas, comen zorros y gaviotas, se posan en los árboles próximos al
instituto de enseñanza secundaria y se sitúan en los bordes de los tejados como
veletas vivientes. En los muelles se abalanzan sobre cada barco que llega al
puerto, como una escena de película de Hitchcock, para disputarse los trozos de
cebo, quitarse el sitio unas a otras, amontonarse sobre los contenedores llenos
de cangrejos y graznar sus opiniones.
Estamos acostumbrados a ver el ave nacional de Estados
Unidos como el gran héroe en los documentales de naturaleza, pescando salmón en
ríos inmaculados, en el reverso de los billetes de dólar y en todos los sellos
de los organismos federales, desde la CIA y la Agencia Nacional de Seguridad
(NSA) hasta el gabinete del presidente. Pero en Dutch Harbor, y especialmente
en invierno, cuando les cuesta más pescar, se pone de manifiesto lo que esas
águilas son en realidad: unas aves carroñeras, peleonas y casi imbatibles.
Cuando uno vive tan cerca de ese importante símbolo
federal, cuando lo ve a diario, es más difícil considerarlo majestuoso. Los
incidentes con águilas calvas aparecen documentados por la policía local tanto
como las llamadas sobre pescadores borrachos que han perdido el conocimiento en
una cama que no es la suya o se han largado con la carretilla elevadora de
otro.
En mi primera mañana en Dutch fui a KUCB, la emisora
local de radio y televisión, para pedir a la gente que me contara anécdotas
relacionadas con las águilas. Antes de dejar el micrófono, ya estaban
llamándome y enviándome mensajes. Un hombre se fue directamente a la emisora en
su quitanieves y llegó antes de que yo hubiera salido del aparcamiento. Todo el
mundo tiene alguna anécdota de águilas; normalmente, más de una.
Ethan Iszler, de 16 años, iba andando al instituto,
comiéndose un trozo de pizza de pepperoni, cuando de pronto apareció un águila
y se lo quitó de la mano. Otras personas cuentan que unas águilas han tratado
de llevarse a sus perros cuando los pasean o quitarles la compra en el
aparcamiento del supermercado local.
Andres Ayure, teniente del cuerpo de guardacostas, vive
en Dutch desde hace poco más de un año. El tercer día que estaba en Alaska
decidió subir al monte Ballyhoo, una montaña enorme y bellísima a las afueras
del pueblo. Cuando bajaba, un águila joven decidió que no le gustaba su
aspecto, con su sudadera de capucha de American Eagle, y se lanzó sobre él más
de 10 veces, un susto de muerte. “Pensé: ‘Es mi tercer día en Alaska. No quería
venir aquí y ahora voy a morir por culpa de un águila. Esto es una mierda”.
Ayure escapó por los pelos. Cuando se palpó el bolsillo
frontal de la sudadera comprobó que había perdido el teléfono y las llaves al
agacharse para huir de las garras del ave. Alzó la mirada hacia la montaña y
justo en ese momento vio que el águila se llevaba el móvil.
Durante la época de cría, en la que las águilas protegen
a sus polluelos, acercarse a ellas puede ser peligroso. En la oficina de
correos, donde una pareja con instinto defensivo ha construido un nido sobre el
aparcamiento, es tan arriesgado que han puesto señales que muestran un águila
lanzándose en picado, con las garras preparadas para atacar, y a un cliente que
agita las manos con terror. Debajo figura la advertencia en grandes letras
rojas: “Peligro, águilas en periodo de cría”. La gente deja a mano cascos y
palos para poder defenderse en el camino del coche a la oficina.
Las águilas calvas que pueblan Dutch Harbor y aterrorizan
a sus vecinos se abalanzan sobre cada embarcación que llega a puerto, donde se
disputan los cebos y la pesca de la jornada. Corey Arnold
Beatriz Dietrick es enfermera en el Centro de Salud y
Servicios Familiares de Iliuliuk, la única profesional sanitaria que trabaja de
forma permanente en Dutch Harbor. La mayoría de las lesiones traumáticas que
atiende son heridas causadas por la pesca o la planta procesadora: macabras
amputaciones de dedos o pechos aplastados por un contenedor de metal lleno de
cangrejos colgado de un gancho. “Pero lo más terrible son las heridas por
ataques de águilas”, dice. “Las víctimas llegan con la cabeza completamente
ensangrentada. Como si las hubieran golpeado con un bate”. La gente llega
cubierta de tierra o barro y con la ropa desgarrada, porque el águila tiene
tanta fuerza que puede derribar a una persona. Una mujer que fue atacada en la
oficina de correos fue a la clínica a que la atendieran, pero antes de entrar
en el edificio sufrió otro ataque.
Las águilas se convirtieron en el símbolo federal de
Estados Unidos en 1782, un año antes de que terminase la guerra de la
Independencia, cuando EE UU todavía luchaba contra Inglaterra y en el Medio
Oeste se producían enormes matanzas de indios americanos. Ben Franklin se
arrepintió de la decisión de poner su imagen en el sello nacional, porque
pensaba que las águilas tenían “malas cualidades morales”. En una carta a su
hija dijo que le habría gustado más el pavo, pese a que reconocía que eran
“vanidosos y un poco tontos”.
Durante un tiempo, las águilas se multiplicaron, pero a
medida que crecía la población del país, el número de aves disminuyó, al
principio porque las cazaban con trampas, escopeta o veneno, y después por la
pérdida de su hábitat y por el pesticida DDT, que dañaba sus huevos. En 1940 se
las declaró especie protegida federalmente. Entre finales de los setenta y
mediados de los noventa del siglo pasado, la población volvió a aumentar, y en
2007 las sacaron de la lista de especies en peligro, aunque todavía sigue
siendo ilegal cazarlas, hacerles daño o incluso “alterarlas y molestarlas” sin permiso
expreso del Ministerio del Interior.
Cuando empecé a hacer preguntas sobre las águilas en
Dutch Harbor, casi todos se apresuraban a preguntarme a mí si había estado ya
en el vertedero. Para los que trabajan en este lugar y, sobre todo, para los
que lo gestionan, las águilas están verdaderamente presentes. William B. J.
Cross es el director y tiene que vérselas con las aves todos los días y a todas
horas. “Al principio me gustaban”, me dice. Pero “son un poco molestas”.
“Insoportables, la verdad”, añade. “No podemos hacer gran cosa porque están
protegidas. A veces esparcimos un poco de agua alrededor. Tenemos pistolas de
láser, no para dirigirlo contra ellas, sino para crear destellos en el
edificio. Hemos intentado poner pinchos antipájaros, pero las águilas los
doblan sin inmutarse”.
Las aves se cuelan hasta las vigas del edificio en el que
se compacta la basura y, una vez allí, desgarran cosas –huesos, cadáveres u
otros objetos– y las arrojan al suelo o sobre cualquiera que esté allí. También
defecan sobre las cabezas de la gente, en el suelo, las paredes, las escaleras
y las barandillas, dejando una espesa capa de salpicaduras blancas muy del
estilo de Jackson Pollock y que huele casi tan mal como los desperdicios. En el
exterior intentan desgarrar y romper los montones compactos de basura.
Todo esto hace que me pregunte si es posible mantener el
respeto por los símbolos nacionales después de conocerlos de cerca. Acudo a
Andres Ayure, el teniente del servicio de guardacostas al que un águila le robó
el teléfono y estuvo a punto de arrancarle el cuero cabelludo, y le pregunto
si, en su opinión, el águila merece seguir siendo nuestra ave nacional:
“Comprendo por qué es el símbolo. Mucha gente no conoce su otra faceta. Y más
vale así. En serio, incluso mientras el águila me estaba atacando, era fácil
ver su magnificencia. Aunque tuviera que maldecirla”.
Las águilas se convirtieron en el símbolo de EE UU en 1782 y, aunque hoy no es una especie en peligro, es ilegal cazarlas
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